La desnebulización de la ciencia económica

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

La ciencia económica sigue aderezada de generosas dosis de filosofía y política, pero debemos reconocerle algún avance en la dirección de una verdadera ciencia empírica. El instrumento más efectivo para lograr ese aterrizaje ha sido la matemática, empezando por la simple medición de los aspectos básicos de la economía, en particular, el volumen de la producción –el PBI–, su distribución entre la población y el fenómeno crítico de la pobreza extrema. Haciendo retrospectiva, me doy cuenta de que, a pesar de mi limitada aptitud matemática, buena parte de mi vida profesional ha consistido en esfuerzos para contribuir al desarrollo de una ciencia que pisa tierra numérica.

Mi vida de trabajo profesional se inició en el BCR, y coincidentemente, en un momento de crisis institucional relacionada a la calidad de las estadísticas del PBI elaboradas por esa institución. Así, mi ingreso al banco coincidió con una decisión de revisar y mejorar las estimaciones del PBI que el banco realizaba anualmente desde fines de los años cuarenta, trabajo que aún no era realizado por la oficina nacional de estadística. Se trataba de una labor de importancia crítica para la formulación de las políticas monetarias y fiscales, pero, a la vez, una labor abierta a la suspicacia política surgida en un momento de cambio político y de rivalidades institucionales. Años después, esas estimaciones fueron asumidas por la Dirección Nacional de Estadística y Censos, pero antes de ese cambio institucional me tocó dirigir una primera reforma estadística del cálculo del PBI.

Una segunda etapa de mi vida profesional consistió también en una tarea estadística, pero referida no a las estadísticas de producción sino a la distribución de los ingresos creados por esa producción, entre la población nacional, labor particularmente atrevida por la falta de antecedentes estadísticos. Sin embargo, el objetivo de ese trabajo no fue calcular una cifra final que sirviera de veredicto o “nota” calificando el grado de desigualdad o de injusticia económica de la nación. El objetivo, más bien, consistió en identificar las bases estructurales –regionales y productivas– de esa distribución o reparto de ingresos, para servir de guía en el diseño de una política redistributiva. Una de las conclusiones de esos cálculos fue la necesidad de priorizar una redistribución horizontal, sobre todo desde el sector urbano al rural, cuyo efecto sería mucho mayor que el de las varias versiones de redistribución “vertical” –entre dueños y trabajadores– realizadas por el gobierno militar de los años 70. El resultado de tales cálculos llegó muy tarde para servir de guía para las políticas del gobierno militar, pero años más tarde sería la base de nuevas políticas de transferencia “horizontal” como los varios subsidios a familias rurales.

Una iniciativa estadística poco conocida surgió en 1985 con la visita de una misión técnica del Banco Mundial al Banco Central de Reserva, cuando dirigía esa institución. El Banco Mundial había decidido medir los niveles de pobreza en los países menos desarrollados, y había realizado una primera medición en Costa de Marfil. La propuesta que traía era una colaboración para realizar una segunda medición a través de una encuesta de niveles de ingreso en el Perú. La propuesta fue aceptada y se realizó así, entre los años 1985 y 1986, lo que vino a ser la primera estimación de la pobreza en el ámbito nacional en el Perú.

Años más tarde, la preocupación por la falta de conocimiento estadístico en la población en general fue motivo para una iniciativa educativa realizada con la Dra. Graciela Fernández Baca, quien había dirigido la oficina nacional de estadística, y que consistió en la publicación de una revista cuyo nombre fue “Cuánto”, con el objetivo de educar a lectores no profesionales y con escasos conocimientos de los aspectos numéricos de la vida cotidiana. Esa iniciativa se extendió, además, a la realización de encuestas sobre los niveles de vida que servirían para el cálculo de pobreza, un trabajo que aún no era realizado en forma sistemática por el INEI hasta los primeros años del nuevo milenio. Hoy en día, el INEI evalúa una expansión de las estimaciones de pobreza para incorporar los “déficit” de la población, no solo de ingreso familiar sino también de diversas necesidades tales como los servicios de agua, desagüe, escuela, luz, seguridad, y diversas necesidades personales y colectivas, información necesaria para la ampliación de tales bienes y servicios.

Poco a poco, la profesión del economista en el Perú avanza hacia un conocimiento mejor documentado sobre la situación de la vida productiva y social, mejorando la base para soluciones quizás menos filosóficas, pero más prácticas.

Publicado en El Comercio, el 17 de diciembre del 2023



Economía y vida “pos-PBI”

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

Necesitamos productos como arroz, ropa y casa para sostener la vida, además de maquinarias para producirlos y vehículos para transportarlos. Es lógico, entonces, que la gestión económica de un país se mida principalmente por el valor de producción de esos bienes –la cifra del PBI– dejando en un segundo plano el tema de lo que estamos haciendo con esa vida tan duramente lograda. Sin embargo, esa mirada es como evaluar un automóvil solo en base a la gasolina consumida. Si el “vehículo” es la economía entera, y a la vez una gran parte de nuestra atención y vida en general, haría falta una mirada más allá de ese carro, o sea del producto bruto interno (PBI).

Una alerta, por ejemplo, son las cifras de suicidio. Corea del Sur es una de las economías más celebradas por su dedicación al trabajo y extraordinario éxito económico, pero registra una de las tasas de suicidio más altas en el mundo. Puede ser coincidencia; no obstante, en Latinoamérica la tasa de suicidio más alta se registra en Uruguay, que también es el país con el mayor ingreso por persona en la región. Pero mucho más importante que la cifra del suicidio es la esperanza de vida, o sea, el número de años de vida que goza la raza humana. Todo el esfuerzo que se hace para producir las necesidades de la vida tiene como primer objetivo esa simple sobrevivencia. Sin embargo, durante el último siglo el vasto esfuerzo de las economías del mundo para lograr su mera sobrevivencia recibió una ayuda extraordinaria de la ciencia y la tecnología. Casi de un día para otro se redujo drásticamente la muerte temprana. El plazo de vida humana se dobló, pasando del rango entre 30 y 40 años que era normal hasta hace un siglo, a un rango entre 70 y 80 años en la actualidad. En el Perú, el salto se dio recién durante el siglo XX, pasando de una expectativa de vida promedio de 33 en 1940 a su nivel actual de 76, cifra casi igual a la de 81 años de Gran Bretaña y cifras similares de los otros países más desarrollados del mundo. Sin embargo, si bien el costo del avance tecnológico fue mínimo, el costo del mantenimiento día a día de esa explosión demográfica produjo un drama nunca antes vivido por la raza humana, multiplicando la carga sobre el PBI, tanto los alimentos como las otras necesidades básicas de la vida.

Si bien todo indica que en casi todo el mundo el PBI está respondiendo al reto de la masificación humana, empiezan a surgir problemas que no son de simple insuficiencia de las necesidades de vida sino de desadaptación social, tanto a nivel personal –el caso de los suicidios– como a nivel social y político –la pérdida de fuerza de religiones establecidas, la explosión comunicativa y los nuevos extremismos políticos–.

Lamentablemente, el debate público sigue definido mayoritariamente por los problemas anteriores de un PBI insuficiente y mal distribuido y, en consecuencia, estamos mal preparados para afrontar los retos de un nuevo mundo “pos-PBI”, en el que los problemas tendrán que ver más con aspectos de la psicología humana que con una falta de pan, de zapatos o de techo. Felizmente contamos con alguna ayuda académica en el Perú para afrontar ese nuevo reto, como son las investigaciones de la politóloga peruana Carol Graham, dedicada hace varias décadas en EE.UU. al estudio de la felicidad y de la esperanza a través de encuestas en diversos países, además de unos muy pocos académicos en el Perú, como César Moro y Jorge Yamamoto de la PUCP en Lima. Pero el primer paso para afrontar un mundo “pos-PBI” tiene que consistir en abrir los ojos a esa nueva realidad.

Publicado en El Comercio, el 19 de noviembre del 2023



El PBI geriátrico

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

Asociamos el asombro sobre todo con la infancia. Pero la vejez también nos trae asombro, quizás especialmente cuando el avance de la tecnología nos permiten goces que durante la mayor parte de nuestras vidas años eran imposibles físicos. A veces, también, existía la necesaria tecnología, pero su costo estaba fuera de nuestro alcance. Hoy, ya en la tercera edad, mi vida consiste en gozar los regalos inesperados que llegan cortesía del avance imparable de nuestros científicos y de una vida larga. Lo que hoy disfruto era un mero sueño durante la mayor parte de mi vida.

El más grande de esos regalos ha consistido en la facilidad de la comunicación personal. El teléfono me antecede, pero la gradual reducción de su costo y aumento en su alcance ha continuado durante toda mi vida, convirtiéndolo de ser un lujo fabuloso y casi no usado, hasta ser una ayuda diaria tan indispensable y disponible como las losetas de un piso. Recuerdo el dolor de vivir fuera del Perú y lejos de mi familia desde los 15 años, conectado solo por cartas semanales con mi familia, excepto una llamada por teléfono el día de Navidad, pero teníamos que limitar la llamada a tres minutos debido a su altísimo costo. Actualmente, la cobertura y economía del servicio lo ha puesto al alcance de casi toda familia peruana y hoy, apenas 4% de las familias peruanas no cuentan con el servicio. Hoy, me atrevería a decir que el celular compite con el automóvil como la innovación más impactante para la vida de la población peruana en general.

Otro regalo mayúsculo que he recibido de la tecnología ha sido en el acceso al conocimiento. Yo era un niño preguntón y el primer regalo que recuerdo en mi vida fue una enciclopedia infantil de un volumen que recibí a los 11 años. Varias décadas después tuve la capacidad económica para comprar un muy costoso ejemplar de la “Enciclopedia Británica”. Hoy son pocos los días cuando no consulto Google para algún dato o explicación, y la enciclopedia quedó reluciente en la biblioteca, sin abrir.

Una tercera innovación ha sido la fotografía. En mi colegio internado en el extranjero era uno de los pocos alumnos con cámara, cuyo uso era costoso y engorroso por el precio de la película y de la revelación. Hoy, el avance de la tecnología ha hecho posible que casi no haya nadie en el mundo sin celular y, por lo tanto, sin cámara fotográfica.

El mayor valor de la vida es la vida misma, pero no practicamos una valorización abierta como base para decisiones personales o públicas. Como resultado, uno de los avances más importantes de la vida humana –la simple extensión de los años de vida– no forma parte del avance económico registrado por las estadísticas. En el caso peruano, la expectativa de vida se ha casi duplicado a lo largo de los dos siglos de la república. Si bien muchas de las causas de esa mejora han costado poco, muchas también reflejan gastos diversos en alimentación, salud y seguridad. En todo caso, el resultado ha sido un logro que no es registrado en las estadísticas de un PBI en el que sí se registra como un logro productivo el gasto realizado para ir al cine, pero no la “producción” de vivir más.

Publicado en El Comercio, el 05 de noviembre del 2023



Ojo con los números

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

En medio de las múltiples emergencias nacionales y mundiales que traen las noticias diarias, es difícil registrar y sopesar eventos que avanzan lentamente, entre ellas la invasión de los números. Hoy, la economía se asocia con los números, pero la estadística era casi desconocida en la vida pública cuando yo realizaba mis estudios profesionales a mediados del siglo pasado. Existía una oficina nacional de estadística, pero su trabajo era limitado y lento y varias entidades se ocupaban de registrar las cifras necesarias para su labor particular.

Así, el BCR era la entidad que se ocupaba de calcular el PBI anual porque esas cifras eran necesarias para la política monetaria. Justamente, mi primera responsabilidad profesional en el BCR consistió en dirigir esa labor estadística, labor que fue interrumpida durante el gobierno militar. Cuando se restableció la democracia y volví al BCR, fui sorprendido el primer día con la entrega de una “Nota estadística semanal” que llevaba el sello de “Confidencial” y llevaba el número de “lector privilegiado” que se me había asignado para permitir que mis ojos compartieran esa información privilegiada. Mi primera orden como presidente del BCR, entonces, fue autorizar la publicación abierta “democratizando” así esos datos.

Otro contacto con la estadística sucedió cuando decidí estudiar la distribución de ingresos en el Perú como tema para mi tesis doctoral. Debo explicar que casi todo trabajo sobre ese tema recurre a la medición de un “coeficiente Gini”, un número entre cero y uno que resume la desigualdad económica en una población. Sin embargo, mi objetivo no era ponerle nota moral al país sino descubrir las diferencias regionales y ocupacionales que creaban desigualdad. Esto fue un trabajo que serviría de guía práctica para el diseño de una política de reducción de la desigualdad. El número Gini, si bien se presta para una toma de posición política, es poco útil cuando se trata de definir los detalles del dónde y para quién de diversas medidas de gobierno. La tesis fue premiada y publicada por la universidad y siempre he creído que fue valorada más como guía técnica para el diseño de políticas redistributivas que como un simple grito de protesta política.

La impaciencia política y el anumerismo se combinan con frecuencia para producir engaño, incluyendo el autoengaño. Así, el punto de partida normal para definir una política es la evaluación del pasado, pero en el caso de la variable económica más importante –el PBI– el crecimiento logrado depende del valor que se le asigna a cada producto. ¿Pero corresponde asignar el valor que tenía antes? ¿O el valor actual? Usemos como ejemplo el precio de una llamada de teléfono: recuerdo que de niño asistía a un colegio en otro país y que una llamada al Perú era tan cara que mis padres limitaban la conversación a tres minutos. Hoy, esa misma llamada es casi gratis y es posible hablar una hora sin preocupación. ¿Cuánto ha aumentado la “producción” telefónica? A los precios de hoy, el aumento es pequeño: a los precios de mis años de colegio, el crecimiento del PBI telefónico es gigantesco.

El mismo problema afecta el cálculo de la inflación, pero con consecuencias quizá mayores debido al uso de esas cifras para fines contractuales. Hoy, el gobierno publica cifras de inflación mensuales, pero sus números necesariamente dependen de decisiones arbitrarias en cuanto a la importancia –o “peso”– de cada producto, pero ¿cuál es el peso correcto para ese cálculo, el de ayer o el de hoy?

Curiosamente, hay una estadística que para mí debería figurar en el centro de toda evaluación del desarrollo económico del país, pero que pasa desapercibido. Me refiero a la expectativa de vida –el promedio del número de años que vive la gente–. Es sabido que ese número ha aumentado enormemente en todo el mundo. En el Perú, la cifra actual –77 años– es aproximadamente el doble de su nivel hace dos siglos, y cercano al nivel promedio que registran los países europeos y asiáticos de la OCDE. Hoy tenemos el doble de años, algunos dirán “para sufrir”, y otros –incluido yo– dirán “para gozar” esta vida.

Publicado en El Comercio, el 22 de octubre del 2023



Emilio Guimoye

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

En el centro del desarrollo económico logrado por el Perú, se descubre un “milagro de los panes”, una asombrosa e inesperada multiplicación de la producción de alimentos. Los libros de historia nos dan cuenta detallada de las diversas actividades de exportación agrícola, especialmente el azúcar, el algodón y el café, pero dicen poco o nada acerca del panllevar. Sin embargo, de no haberse producido ese milagro productivo del panllevar no exportado, hubiera sido imposible el crecimiento que tuvo la población de la joven república, desde su nivel inicial de millón y medio de personas en 1821 hasta su nivel actual de 32 millones.

¿Quiénes fueron los agricultores que hicieron posible el salto en la actividad productiva del panllevar? ¿Cuáles fueron las condiciones que hicieron posible tamaña expansión productiva, pasando de alimentar a apenas millón y medio de personas en 1821 a los 32 millones de personas que hoy son alimentados por nuestros agricultores de panllevar? Además, ¿cómo encontraron las tierras, las tecnologías y los capitales necesarios para semejante aumento?

Luis Gamarra Otero acaba de publicar la biografía de un agricultor que da luces sobre esa historia poco conocida. Titulado “Emilio Guimoye Hernández, un peruano ejemplar”, el libro cuenta la trayectoria personal de un agricultor quien pasó de ser un huérfano en el Callao a niño-ayudante en una tienda en Chincha, y eventualmente a ser uno de los hacendados principales del valle. En ese ascenso fue favorecido por el contacto que tuvo con el pionero Fermín Tangüis, vecino y eventualmente colaborador en la búsqueda de mejoras en la calidad del nuevo algodón. Sin embargo, el ímpetu productivo de Guimoye no se limitó a Chincha. Más adelante en su carrera, concibió el sueño de un desarrollo pionero en los amplios terrenos aún casi vacíos, que era la provincia de Bagua a mediados del siglo XX, proyecto que financió vendiendo e hipotecando gran parte de su fortuna personal.

Podría decirse que el caso de Guimoye fue una excepción. Ciertamente, la imagen de la gestión agrícola durante los últimos dos siglos que se recoge de casi todos los libros de historia deja poco margen para el ímpetu innovador e inversionista, la fórmula asociada al desarrollo en cualquier país. Ese margen habría sido bloqueado en nuestro caso por un grado extremo de desigualdad, reduciendo tanto la necesidad como la capacidad para la inversión e innovación en la agricultura, o sea, para el comportamiento emprendedor normal, y especialmente en el caso de la agricultura de panllevar. Pero quedaría entonces la pregunta, ¿si la energía emprendedora normal se vio neutralizada, o limitada, por una estructura social particularmente desigual, cómo explicar el alto crecimiento productivo que, de hecho, se dio durante todo el período republicano? ¿El caso de Guimoye debe entenderse como una rara excepción?

Una mirada más completa es difícil por la fuerza que ha tenido el supuesto estructural. La idea de haber sido un país donde el comportamiento empresarial y emprendedor normal fue bloqueado, o al menos severamente limitado por una estructura social de extrema desigualdad, no es consistente con los resultados productivos incontrovertibles de la producción –un crecimiento productivo excepcionalmente rápido es innegable dado el crecimiento demográfico registrado–. Pero, además, se cuenta con una creciente evidencia directa de diversos estudios sociales, de economistas, sociólogos y antropólogos, que documentan una realidad que combina la desigualdad con un alto grado de comportamiento empresarial.

Publicado en El Comercio, el 08 de octubre del 2023



La vida con números

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

El trabajo del economista tiene un parecido con el de un piloto de avión. Los dos oficios consisten en realizar un continuo cálculo de cifras –las que miden el rumbo actual, y las que resultarían de la modificación de alguno de los instrumentos de vuelo–. Más y más, el trabajo del médico también sigue ese patrón, partiendo de mediciones del estado actual de un cuerpo humano, y luego calculando los efectos de posibles intervenciones o modificaciones en el cuerpo del paciente

Quizás por eso me ha sido posible cumplir con una vida profesional haciendo cálculos en el campo de la economía, a pesar de mi poca aptitud para la matemática. Es que, en gran parte las cifras que afirman los economistas para sustentar una recomendación de política económica son esfuerzos persuasivos, justificados más por la lógica general de la recomendación que por la exactitud de algún cálculo –un uso y una responsabilidad muy diferente a la del piloto o médico cuyos cálculos necesitan ser extremadamente exactos–. Además, la ‘lógica general’ de una recomendación económica sigue siendo mayormente una preferencia o sesgo político. Y no solo en el Perú. En todo el mundo los argumentos a favor y en contra de las distintas opciones económicas siguen respondiendo más a ideas y preferencias políticas o generales que a los cálculos finos de una acción.

La desigualdad económica es uno de los temas que ilustra esa cultura de uso persuasivo de los datos de una economía. Los economistas han desarrollado una medición estadística de la desigualdad aplicando el concepto del coeficiente Gini, una estadística propuesta por el matemático italiano de ese nombre y que hoy es calculado para casi todos los países del mundo. El coeficiente Gini –un número entre cero y uno– expresa el grado de desigualdad económica de una población: con igualdad total el Gini tendría un valor de cero y, conforme aumenta la desigualdad, el Gini se acercaría a un valor de uno. Por coincidencia, opté por dedicar mi tesis doctoral justamente al tema de la desigualdad económica en el Perú. Sin embargo, aunque el estudio fue premiado y publicado por la universidad, no calculé ni mencioné un Gini para el Perú.

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La omisión fue deliberada y tuvo dos razones. Una fue la inevitable deshonestidad que tendría semejante cálculo. La tesis fue realizada durante los años setenta del siglo pasado, cuando aún no se disponía de encuestas para conocer los ingresos familiares: una cosa era protestar en las plazas públicas contra los altos niveles de desigualdad, pero otra era ponerle un número preciso a esa condición.

Pero el segundo motivo fue el más importante. En mi opinión, el mérito es inseparable de la justicia: la desigualdad en sí misma es quizás indeseable, pero no es sinónimo de injusticia ni de la falencia de una sociedad. Medir un grado de injusticia implica conocer el mérito detrás de esa desigualdad –si existe o no algún mérito y cuánto de la desigualdad es retribución al mérito y no el resultado de actos indeseables–. Esa aceptación e incluso felicitación es especialmente evidente y pública en actividades como el deporte y las artes populares, pero existe ante las diferencias en productividad en general. La valoración del mérito individual y la aceptación de diferencias económicas existe incluso en los niveles más pobres de la sociedad andina, como ha sido reconocida por múltiples estudios realizados por sociólogos. Un estudio dirigido por el sociólogo belga Christian Bertholet en 1966, en 22 comunidades cerca del Lago Titicaca, encontró altos niveles de desigualdad interna, y un grado “bastante alto de individualismo centrado en la familia”. Visto de afuera, ¿corresponde castigar o criticar el Gini de esa población indígena?

Publicado en El Comercio, el 10 de septiembre del 2023



Nuevo idioma

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

El boleto de entrada al siglo XX fue el alfabetismo –la capacidad para leer y escribir–. Fue un siglo de explosiva expansión del conocimiento científico, intelectual y tecnológico en todo el mundo, acompañada además por una multiplicación en el contacto y en el intercambio humano. Pero el requisito para acceder a esa nueva riqueza intelectual consistía en ser alfabeto, condición que en 1900 se limitaba a solo una de cada cinco personas en el mundo.

Los primeros países que lograron el alfabetismo masivo fueron los del norte de Europa, aptitud que sin duda fue estimulada por la religión protestante que alentaba, incluso exigía, que cada devoto no solo escuchara al sacerdote en la iglesia, sino que practicara la lectura propia de la biblia. En el Perú, la capacidad generalizada para leer y escribir tardó casi todo el siglo XX en llegar. En 1928, por ejemplo, solo un tercio de los peruanos sabíamos leer o escribir, y debimos esperar hasta fines del siglo para alcanzar una tasa de alfabetismo superior al 90%.

Pero hoy, entrando ya al siglo XXI, y finalmente con una gran mayoría de la población alfabeta, nos damos con la sorpresa de que una creciente parte del conocimiento nos llega expresada en un nuevo idioma que no dominamos: la matemática. Nuevamente sufrimos una frustración lingüística. Hoy, el mundo nos presenta un surtido de novedades científicas, tecnológicas, y de nuevas posibilidades humanas escritas en el lenguaje de la matemática, el lenguaje usado, crecientemente, por los especialistas y técnicos que son los pioneros en el descubrimiento y formulación de los nuevos conocimientos. Hoy, si bien hemos vencido el impedimento del analfabetismo, nuestro acceso a la riqueza intelectual se ve limitado por el “anumerismo”; o sea, la poca capacidad para “leer” y, por lo tanto, evaluar o usar los números.

Debo explicar que, a diferencia de lo evidente que es la incapacidad de una persona analfabeta –tanto para el analfabeto mismo como para los que tratan de comunicarse por escrito con esa persona–, el problema del anumérico es en gran parte invisible. Y es así porque una buena parte de la información que viene con un número consiste en detalles no conocidos del cálculo de ese número.

Un ejemplo de esa limitación sería lo que se incluye o no se incluye en la cifra del producto nacional, el llamado PBI. Si bien los detalles y las definiciones de las cifras del PBI son divulgadas por las oficinas encargadas de su cálculo, en la práctica el usuario de esas cifras tiene muy poca capacidad o conocimiento para conocer y sopesar esos detalles. Así, el cambio continuo que se produce en una economía, con la aparición y desaparición de productos, y con cambios en sus costos y precios de venta, implica que las comparaciones del PBI en años distintos siempre están comparando papas con camotes. Cuando la preocupación principal es la evolución productiva reciente, por ejemplo, cuando se compara la producción actual con la del año anterior, las diferencias de valoración que se producen en el largo plazo pueden ser ignoradas. Pero cuando se quiere evaluar el crecimiento o reducción productiva entre dos décadas, las diferencias de valoración en el tiempo tienen enorme importancia.

Un caso que ilustra esa limitación se refiere a la medición del ingreso real del poblador rural peruano en las últimas décadas. ¿Ha mejorado? ¿Cuánto? En los inicios del siglo XX, uno de los bienes más cotizados por esa población era el teléfono celular, pero su disponibilidad era tan limitada y su costo tan alto que casi no tenían incidencia en las cifras de esa población. Hoy, apenas dos décadas más tarde, cerca del 90% de esa población tiene celular, pero el abaratamiento de ese servicio ha sido tan grande que el gigantesco aumento en el acceso pasa casi desapercibido en las cifras del ingreso.

En general, más y más de la información que nos interesa en la actualidad viene expresada en cifras cuyo mensaje exacto depende enormemente de detalles de cálculo y de definición precisa que se encuentran ocultos para el lector no especializado. Pero la información del futuro viene, sin duda, con más y más números, referidos a todo orden de la vida, y necesitamos un esfuerzo educativo muy grande para aprender a realmente comprender lo que se está afirmando. El alto nivel de alfabetismo que hemos alcanzado nos ayudará, pero la siguiente gran tarea debe ser aprender a hablar y escuchar los números.

Publicado en El Comercio, el 27 de agosto del 2023



¿Cuánto?

Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

De un momento a otro, la salud se convirtió en matemática. A lo largo de mi vida, ante cualquier malestar era normal acudir directamente a un médico. Hoy, el trámite empieza con una batería de mediciones numéricas realizadas en laboratorios o con los instrumentos del mismo médico. Y si se decide que un paciente debe ser internado, su eventual regreso a casa será un proceso de continuas evaluaciones numéricas hasta lograr el ‘ok’ final de los aparatos medidores.

Esa transformación de la medicina me hace recordar la captura de la ciencia económica por los matemáticos, un proceso que ha coincidido con mi vida profesional. Mi decisión a favor de la carrera del economista se tomó cuando la profesión era concebida mayormente como una ciencia social, cuando la matemática y la estadística no figuraban como requisitos centrales de la profesión.

Después de haber optado por la carrera del economista, escogí una antigua universidad en Escocia ubicada a un paso del hogar de Adam Smith, institución que se identificaba con la filosofía del padre de la ciencia económica, o sea, una ciencia económica muy ligada a la historia, a la política y a la sociología, orientación que era normal en las universidades europeas en esos años.

El énfasis institucional se consagraba en el nombre de la facultad –”Faculty of Political Economy”– nombre que enfatizaba un enfoque institucional e histórico.

Hoy, el meollo matemático de la actual ciencia económica consiste en las “cuentas nacionales”, una estadística creada hace casi un siglo, principalmente por el economista ruso Simón Kuznets –en una obra que le mereció décadas después el Premio Nobel–. Por coincidencia, Kuznets y yo llegamos a la Universidad de Harvard el mismo año, él como profesor y yo como alumno. Nos conocimos en la acostumbrada reunión social para los recién llegados y en un momento se acercó para preguntar sobre mi plan de estudios. Cuando dije que me interesaban las teorías de desarrollo económico me amonestó delante del grupo, insistiendo en que antes de estudiar teorías debía dominar las herramientas estadísticas para evaluar una economía, recomendándome matricularme en su propia cátedra. Pero yo estaba enamorado de las ideas más teóricas y no hice caso al que años después ganaría el Nobel.

El resultado irónico de esa decisión fue que llegué a mi primer trabajo como economista graduado en el Banco Central de Reserva (BCR) y me encargaron realizar una reforma de las cuentas nacionales del Perú. Felizmente pude realizar la tarea con la ayuda de un asesor que había sido colega de Kuznets en la elaboración de las cuentas nacionales de los Estados Unidos.

Además, más que conceptos técnicos, lo que estaba en juego eran errores elementales de cálculo, incluyendo una grosera sobrestimación de la inflación cuyo resultado fue subestimar el verdadero crecimiento de la producción. Lo que estaba en juego en ese momento era una guerra política entre el BCR y el Instituto Nacional de Planificación recientemente creado por la Junta Militar que dirigió al gobierno entre 1962 y 1963, una de cuyas banderas era cuestionar la labor del BCR.

Han pasado seis décadas desde esa etapa, y la calidad del trabajo estadístico nacional ha mejorado sustancialmente. Sin embargo, la creciente importancia que han adquirido el seguimiento y la evaluación de la economía exigen una mejora paralela, tanto en las técnicas y seguridades acerca de la calidad de las estadísticas oficiales, como en la capacidad del público general para ser usuarios cautos y críticos.

Publicado en El Comercio, el 30 de julio del 2023



Tres tiempos

 Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

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El primer tiempo de la raza humana fue largo: un millón de años, o más, deambulando por el planeta en busca de plantas y animales para alimentarse, con alta inseguridad y escasa relación social más allá de la familia o tribu, en fin, copada por las necesidades del día a día. La raza humana era nómade.

Hasta que, finalmente, se pudo transitar a un segundo tiempo. La varita mágica fue el descubrimiento del cultivo agrícola, arte que emergió en distintos lugares del mundo, pero que tuvo un efecto revolucionario: para hacer agricultura era necesario quedarse en un lugar. Así, en diversos momentos y lugares del mundo la especie humana empezó a asentarse para sembrar, esperar y luego cosechar. El resultado fue una nueva vida, más sedentaria y más social. Así, a lo largo de varios milenios, y en diversos rincones del mundo, se inició un segundo tiempo de la vida humana, con menos desplazamiento, mejor alimentada y especialmente más comunitaria. Los lugares favorecidos fueron valles con ríos que aseguraban la irrigación y, a la vez, servían como caminos para transportar productos y personas.

Pero si el éxito de la tecnología productiva ha sido extraordinario, primero en la agricultura y después en toda la variedad de producción de bienes y servicios, no se puede decir lo mismo de la tecnología social de convivencia. La historia de esa segunda etapa de la humanidad ha sido, más bien, un continuo desbalance entre un contundente logro tecnológico productivo y un muy limitado resultado en el frente de convivencia social, trátese de la convivencia entre o dentro de países.

Nunca olvido la decepción que tuve visitando una comunidad en las orillas del lago Titicaca hace unos 60 años. Llegando a la comunidad conversaba con un joven voluntario del Cuerpo de Paz de los Estados Unidos, quien había vivido en esa comunidad ya un par de años y me contó que la mayor suerte que había tenido en ese período se basaba en su elección de la familia donde se había albergado durante ese tiempo. Cuando recién llegó a la comunidad, me dijo, la única casa que tenía una cama disponible se ubicaba justo en el centro del espacio de la comunidad. Fue una gran suerte, dijo, porque los comuneros ubicados en el lado norte de la población “se odiaban con los que vivían en el lado sur”, pero la ubicación que consiguió en el centro le permitió conversar y ser aceptado por todos.

En todo caso –con o sin éxito anterior– la humanidad ha seguido corriendo y ya se encuentra en el inicio de un tercer tiempo cuya definición es la urbanización plena. Nuevamente, el motor del cambio es la tecnología. Pero si bien en la etapa anterior aprendimos a cultivar y lograr centros de alta productividad y densidad humana, hasta inicios del siglo XX el mundo seguía siendo abrumadoramente rural. En 1900, apenas el 16% de la población mundial fue clasificada como “urbana”, cifra no muy diferente al 13% del Perú ese año. Pero el siglo XX trajo una explosión de la urbanización en todo el mundo, que hoy llega al 57%, mientras que en el Perú esta ha sido aún más rápida, llegando al 79% en el 2021. En todos los casos, el motor de la urbanización ha sido la tecnología, no solo para la producción en el campo, sino también para su traslado a las ciudades. Además, existe una creciente producción de alimentos que se realiza en centros urbanos, como el pollo.

Estamos ante un tercer tiempo en la evolución humana y, tal como en la transición anterior, la tecnología agrícola está jugando un papel central. Pero, también como en el paso del primer al segundo tiempo de la humanidad, el nuevo cambio viene cojo. La tecnología productiva está cambiando el mundo, pero la tecnología humana para una vida social pacífica todavía tiene todavía mucho que avanzar.

Publicado en El Comercio, el 16 de julio del 2023



Capital político

 Por Richard Webb – Director del Instituto del Perú de la USMP

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Uno de los principales obstáculos para el desarrollo de nuestra economía ha sido el conflicto social. Durante el primer siglo de la república, dos guerras internacionales –con España y luego con Chile– consumieron gran parte del avance productivo logrado en ese período. Luego, desde los inicios del siglo XX, un obstáculo mayor fue la inacabable guerra interna. A pesar de mi larga formación en universidades y en distintos trabajos profesionales, me tomó un tiempo largo llegar a comprender la centralidad económica de la paz social. Es que la ciencia del economista se concentra en la identificación de principios y políticas óptimas, con poca sabiduría cuando es necesario optar entre alternativas imperfectas o adivinar las psicologías que determinan las decisiones políticas.

Mi despertar se dio en la forma más inesperada imaginable. Durante 1983 participaba en una reunión de funcionarios del sector Economía con el presidente Fernando Belaunde. Se buscaba soluciones ante los estragos de un fenómeno de El Niño particularmente fuerte ese año, con gran daño para las ciudades y carreteras de la costa. Los técnicos habíamos estado insistiendo en la necesidad de reducir los subsidios otorgados a varios alimentos comercializados por empresas del Estado, incluyendo ENCI y Ecasa, un gasto que competía con la necesaria y urgente reparación de caminos y ciudades, y además con los gastos normales de inversión en carreteras y diversas obras públicas. Cuando la reunión fue interrumpida por la necesidad de buscar información adicional, nos encontramos repentinamente solos Belaunde y yo en el salón, mientras esperábamos el regreso de los demás. En ese momento pensé que podría aprovechar la situación para abundar en los argumentos a favor de la reducción de los subsidios. Mi argumento enfatizó la prioridad de las inversiones públicas, incluyendo las nuevas carreteras que constituían su sueño principal.

Me escuchó con su invariable cortesía, pero cuando terminé el argumento me contestó con una pregunta escueta: “¿Y mi capital político?”. Era un momento de extrema debilidad política del entonces presidente que gozaba de un apretado apoyo en el Congreso, pero, al mismo tiempo, sufría en algunos temas la oposición de algunos miembros de su propio partido. Seguía gozando de gran respeto de la población, pero el “capital político” que necesitaba para los planes y propósitos del resto de su mandato fácilmente podría evaporarse ante la elevación de los precios de alimentos que resultaría de una eliminación de subsidios. Desde ese momento siempre he tenido en cuenta la necesidad de ampliar la llamada “función de producción” que formula la teoría económica para incluir, además de los acostumbrados factores de producción, el “capital político” mencionado por Belaunde. Ciertamente, cuando se trata de la producción representada por el gasto público, su realización requiere no solo el aporte de capital y de mano de obra que postulan los textos de economía, sino además del “capital político” que puede aportar un líder de gobierno.

Elevar la opinión pública al estatus de un necesario factor de producción, por lo menos cuando se trata de la obra del Estado, trae una evidente complicación para la gestión pública, especialmente en el contexto de la guerra social que ha sido casi permanente durante la república y en particular, desde inicios del siglo XX. La guerra social ha sido principalmente distributiva, evolucionado desde su aparición con los sindicatos de trabajadores de distintas actividades productivas y de gobierno, además de los movimientos campesinos, a expresiones más políticas como los partidos, y los movimientos terroristas. Es notorio que ese contexto de guerra política ha impactado sustancialmente en la actividad económica, no solo afectando inversiones públicas y privadas, sino también porque adiciona un criterio político a la evaluación de los gastos e inversiones tanto públicos como privados. La seguridad es parte inherente de todo cálculo que pretenda proyectar el retorno a una inversión y, lamentablemente, esos cálculos –a todo nivel de la pirámide económica– necesitan incorporar un criterio del futuro político.

Publicado en El Comercio, el 02 de julio del 2023