Artesanos del bien común

En su misa de Año Nuevo, el papa Francisco dijo que “quienes más influencia tienen en la sociedad son las personas comunes”. Explicó que el poder de las personas se debe a que sus gestos cotidianos se vuelven un ejemplo por seguir, “como cuando son amables en lugares públicos y considerados con los ancianos”. Así, dijo, las personas comunes se convierten en “los artesanos del bien común”. Como ejemplo, dijo que la prudencia de un chofer influencia a otros.

 

Son dos ideas radicales: que la gente común tiene poder para mejorar una sociedad; y que la amabilidad y la cortesía son ladrillos del edificio social. Claro, lo dijo antes de llegar al Perú. Aquí sabemos que los ciudadanos comunes estamos bloqueados ante poderosos sinvergüenzas. Un diluvio mediático nos hace recordar esa impotencia cada hora.

 

Además, la versión de un pueblo jaqueado por pillos es una historia de larga data. Unos cuantos poderosos siempre han hecho lo que querían con el país a costa de las personas comunes. ¿Acaso no lo dijo Basadre, nuestro historiador insigne? La república, escribió, nació para cumplir un sueño igualitario, humanista y demócrata, pero esa promesa nunca se cumplió “por la obra de tres grandes enemigos de ella: los Podridos, los Congelados y los Incendiados”. Hoy los sinvergüenzas tienen otros apodos, pero con el mismo resultado –jaquean el esfuerzo del ciudadano común–.

 

Lo que me hace dudar de esa explicación es un recuerdo infantil. Pasé mi infancia en otro país y, de vuelta en el Perú, con frecuencia quedaba en desventaja en alguna transacción. Repetidamente mis mayores me decían: “Tienes que ser más vivo, hijito”. Quedé admirado por la fuerza de ese refrán de transmisión cultural. Los grandes pillos, ¿son seres extraterrestres que nos han invadido y tomado el poder? ¿O son personas cortadas de la misma tela que nosotros? ¿No es que tenemos casi dos mil alcaldías distritales con una alta incidencia de corrupción? ¿No es que el colapso masivo de las cooperativas agrícolas y de crédito en décadas anteriores se debió en gran parte a la corrupción de sus autoridades? ¿No es que en ciudad, pueblo, campo y empresa particular vivimos preocupados por el robo? ¿Es pura mala suerte que cada vez que elegimos nuevas autoridades descubrimos que nuevamente escogemos algunos indeseables?

 

Nos aferramos a la explicación de que la mayoría somos inocentes pero que unos cuantos pícaros frenan al país, explicación que nos libera de responsabilidad. Podemos seguir con nuestras “pequeñas” vivezas sin sentir que estamos contribuyendo a los problemas nacionales. Los medios y los políticos nos ayudan con esa versión, llamando la atención a los grandes. Para ellos también la telenovela del gran escándalo es mucho mejor para los rátings que estar recordando a la gente que no tiren basura en la calle ni evadan sus impuestos.

 

Una segunda reflexión es que si bien el egoísmo puede ser una buena receta para la economía, como demostró Adam Smith, no lo es para la vida social. En el mercado, el egoísmo se convierte en más producción, pero en las relaciones humanas produce la anomia, borrando las reglas y las normas de conducta. Como ha escrito Gisèle Velarde La Rosa, la viveza es tanto producto de la anomia como causa de ella. El camino de regreso arranca, como dice el Papa, con pequeños actos de desprendimiento y amabilidad cuyo efecto es contagioso, volviéndonos todos artesanos del bien común.

 

Publicado en El Comercio, 21 de Enero del 2018.

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